El viaje fue sereno, no hizo muchos amigos en el regimiento pero tampoco le importaba. La luna brillaba en el agua confundiéndose con las luces blancas de los otros barcos romanos en el horizonte. Matius estaba en cubierta contemplando el mar tranquilo, sereno. Un destello iluminó el mar por un segundo. Una pausa y dos destellos, Matius no tuvo siquiera el tiempo de decir ¡la flota cartaginesa! que ya había un espolón a estribor y el agua fría del Mediterráneo despertó a los soldados. Matius saltó al barco caraginés. Derribó a dos o tres soldados que murieron entre exclamaciones al difunto Aníbal, otro fue lanzado al mar mediante una finta pero, repentinamente, un barco romano intentó contratacar. El viento lo cogió de través y no golpeó bien, colocando al barco cartaginés en posición de ceñir, lo cual cambió la orza. Matius resbaló y cayó al mar. Agarró el timón destrozado de su barco y esperó en silencio viendo como las luces blancas se apagaban, hasta que solo quedó la luna.
Su escaso sentido práctico y la pasión navegante que habia hecho ricos a sus antepasados se activaron al unísono. Decidió hacer de ese deprimente trozo de madera una embarcación. Clavó su lanza en el centro e hizo una hendidura en la parte posterior con su cuchillo, extendiendo su capa de uno a otra, talló una proa improvisada. Y de la madera recortada sacó una barra que colocó en la capa tensa para dirigir inclinando la orza hacia uno u otro lado. En un día llegó a Egipto (no podía volver a Roma), donde atracó en un muelle para embarcaciones de gran tamaño, ante el asombro de los encargados, y bajó como si se tratara del mismísimo buque imperial.